El pasado día 21 de Abril fue el aniversario de la muerte de alguien muy especial para mí. Y no sólo para mí, sino para muchas personas de su entorno que sufrieron, y sufren, su pérdida como algo muy doloroso. Además, el haber encontrado la muerte en un accidente de tráfico,y a la temprana edad de 28 años, provoca que haya sido especialmente violento y traumático.
Se llamaba José Tomás, aunque todos lo llamábamos Jose (sin tilde). Se cumplen ahora 19 años de su pérdida, y muchos me tildan de exagerado y de que ya tendría que haberlo superado y aceptado. Me dicen que después de tanto tiempo , ya deberían estar curadas las heridas. Yo siempre les comento que hay heridas que no cicatrizan, y que el dolor se siente inalterable al paso de los años.
Quisiera expulsar demonios internos, calmar mis recuerdos y expiar mis culpas públicamente. Necesito compartir algunas circunstancias anteriores al suceso, así como relatar los acontecimientos inmediatamente anteriores, pues ni mi propia familia, ni sus seres queridos, conocen todos los datos. Puede que después de leerlo, comprendan mi dolor y angustia, y compartan conmigo lo injusto de aquél accidente.
Primeramente me voy a remontar a algunas semanas antes de su muerte. En cuanto a su personalidad, todas las personas que alguna vez tuvieron tratos con él coincidirán conmigo en que era alegre, comunicativo, espontáneo, sincero, totalmente comprometido en ayudar o apoyar a los demás, y con una sonrisa continua que contagiaba e irradiaba felicidad. De ahí que su pérdida también produjera una sensación de vacío profundo.
Por aquellos días yo lo consideraba mi mejor amigo, y , más que éso, como un hermano mayor. Muchas horas pasamos juntos de confidencias y tertulias. Nos movían similares pasiones o aficiones, así que pasábamos mucho tiempo juntos, tanto de viajes de aventura, como de todas las interminables caminatas y días de trekkings que nos permitieran nuestros trabajos. Además íbamos al gimnasio juntos.
Ésto hacía que a veces tuviera problemas en casa, pues estaba casado y su mujer no compartía, ni entendía,ni apoyaba, ni sus aficiones ni sus objetivos. Intentaron muchas veces acercarse en sus respectivas formas de ver la vida. Intentaron integrarse cada uno en la visión que tenía el otro sobre su idea o forma de ocio. Pero no prosperaban las iniciativas. Cada uno defendía su ideal, y era imposible conciliarlos.
Así que un buen día me dice que no quería seguir viviendo así. Que necesitaba aprovechar cada día para intentar ser feliz, y que veía que se le escapaban tanto la vida, como sus energías, en luchar por algo que no iba a hacer feliz a ninguna de las dos partes. Al final habla con ella y le comenta que la separación es la mejor opción, que son muy jóvenes y que no pueden perder la oportunidad de ser felices, o solos, o con otra persona, por continuar con una relación que no les gratificaba a ninguno de los dos.
Y en éso quedaron, a pesar de que mantuvieron la fachada mientras él buscaba casa. Como yo también había intentado independizarme alguna vez, me propuso que buscáramos piso juntos para compartir. Así que nos pasamos los días siguientes visitando pisos. Jose llevaba un portafolios donde tenía apuntadas direcciones y precios y nuestra valoración. Se le veía contento, ilusionado. En aquellos días parecía que había vuelto a reconciliarse con su espíritu alegre y jovial, y expresaba todo lo que quería hacer a partir de ése momento.
Sin embargo, él no tuvo tiempo de encontrar casa, pues ocurrió el accidente en ése período de búsqueda. Nadie supo nada, ni de su decisión de separarse, ni de su búsqueda de piso conmigo. De hecho, a día de hoy, creo que muchos se están enterando ahora, leyendo éste escrito. Su mujer, después de su muerte, mantuvo la postura de viuda triste y ésta historia nunca fue contada, nunca fue revelada, ni siquiera por mí mismo.
Los motivos que hicieron que ella no lo contara, los desconozco. Tal vez no quería admitir el fracaso de su matrimonio, previo al accidente, para que nadie pudiera culparla o responsabilizarla de alguna posible inestabilidad emocional de su marido, y por extensión, consecuencia de su muerte. Tal vez, a efectos de prestigio, posición social o imagen, prefería quedar como la pobre viuda que ha perdido a su joven esposo en un fatal accidente de tráfico. De hecho con su actitud y miradas en el entierro de Jose, parecía que estaba interesada en que se mantuviera ésa versión, pues sabía que sólo yo podía cambiar ésa versión.
En cuanto a los motivos por los cuales yo tampoco conté nada, a decir verdad no lo sé muy bien. En parte, en aquellos momentos ya todo me daba igual, en el sentido de que lo peor que llevaba era mi supuesta propia responsabilidad en el accidente, que relataré más adelante, y el sentimiento de profunda tristeza que me producía el hecho de que Jose no hubiera tenido la posibilidad de ser feliz de nuevo, que no tuvo tiempo de empezar su nueva vida, de que no tendría más su compañía, ni sus consejos, ni su recuperada alegría.
Quizá opté por el camino más fácil. Me culpo cada día por ello. Estuve mucho tiempo encerrado en mí mismo. Estuve errante, profundamente depresivo, pesimista, odiaba la vida y su sistema cruel de erradicar sueños, odiaba la realidad que veía cada día, odiaba que la vida siguiera a pesar de que se perdiera un alma como aquella entre nosotros. Incluso estuve viviendo algún tiempo en casa de su madre, para juntos encerrarnos más en nuestro propio dolor, y acompañar nuestros eternos días grises.
Pero sobre todo, el convencimiento de mi propia culpa, de mi responsabilidad en el accidente, me mataba, me hundía cada vez más, y ha hecho que siempre lleve una herida sin cicatrizar, siempre sangrante, siempre dolorosa, y que revivo irremediablemente muchos días de mi vida, y que se vuelve doblemente dolorosa en cada aniversario.
Y llegamos a la noche en cuestión. Era viernes noche. Teníamos la costumbre de que si salíamos por la noche, y veíamos que se nos iba a echar el amanecer encima, íbamos a la Playa de las Teresitas a despejarnos un poco, echarnos unas carreras para activar el cuerpo, y bañarnos, antes de ir al gimnasio, como cada sábado, a practicar Aikido (arte marcial). Por eso yo siempre tenía la bolsa del gimnasio, con ropa de recambio y demás, en el maletero de su coche.
Aquella noche empezó como una de tantas, lo que cambió fue el final. Estuvimos por La Laguna, zona universitaria de bares, hablando, riendo,escuchando música, conversando sobre nuestro próximo futuro, debatiendo próximas excursiones o viajes,etc. Próximo a amanecer desayunamos algo en una cafetería y enfilamos rumbo a Las Teresitas. Al paso de Santa Cruz, capital de la Isla de Tenerife, y lugar donde yo vivía, recuerdo que el día antes había llevado el kimono de Aikido a mi casa a lavar y no lo había recogido, así que le dije:
– Jose, que me he dejado el kimono en casa. Hacemos una cosa. Si quieres me dejas aquí (estábamos por la Avenida de Anaga) ,para ir a casa a cogerlo, tú te vas a Las Teresitas, te echas una carrera, te bañas si quieres, y al regreso me recoges y tiramos para el gimnasio. ¿Qué te parece?.
– Vale, sí, lo hacemos así. Así no se hará muy tarde, hasta que prepares tus cosas y éso, que hoy vamos medio pillados. Me voy yo, y a la vuelto te recojo en tu casa, para que no estés esperando en la calle, ok?.
-Vale. Entonces, hasta luego.
-Hasta luego, no tardo nada.
Y ésas fueron sus últimas palabras. En tan sólo dos o tres kilómetros después, en la Autovía de San Andrés, que une Santa Cruz con la Playa de las Teresitas, tuvo un choque frontal con un vehículo del sentido contrario, falleciendo al instante. Pero yo aún no era sabedor de éste trágico suceso.
Después de dejarme Jose, corro a casa a por mis cosas. Cojo el traje de aikido, y preparo un bolso de deporte con algunas cosas. Como sabía que tardaría algo más me tumbo un momento en la cama, a descansar un poco. Me quedé dormido. No sé el tiempo que pasó. Sólo sé que me despertó el sonido de voces en la puerta de casa, pero en ésa ligera inconsciencia y letargo del sueño, no tomaba cuenta de la realidad. Era mi madre hablando con Leo, el hermano de Jose:
– ¿Alejandro está aquí?
– Sí, está en la cama. Espera, que le aviso que estás aquí.
– No, no, déjalo. No pasa nada.
– Espera hombre, que le aviso. Pasa dentro.
-No, no, que me tengo que ir.
Y ahí fue cuando abrí los ojos de golpe, y salí corriendo hacia la puerta. No llegué a tiempo, Leo se había marchado, pero comprendí de golpe que algo había pasado. Leo sólo quería asegurarse, en los primeros momentos de incertidumbre y con falta de información por parte de las autoridades, de que yo no estaba con su hermano, pues sabía cuáles eran nuestras costumbres.
Las siguientes horas las recuerdo como en una nebulosa, como diapositivas en una consecución de imágenes que no logro hilar con cordura: la confirmación fatal de mis sospechas, la aceptación de su muerte, las llamadas pertinentes,etc. Sí recuerdo que al llegar al hospital, sólo estaba su madre, que, al verme, se abrazó a mí, mientras decía:
– Alejandro, hijo mío, pensaba que estabas con Jose. ¿Y yo que le hubiera dicho a tu madre entonces?
Me sobrecogió que ésta buena mujer, aceptado el hecho de que perdía a su hijo, le preocupaba enormemente la posibilidad de que yo hubiera tenido la misma mala fortuna que su hijo y de que cómo se lo diría o comunicaría a mi madre.
A ésto hubo cierto tipo de interrogatorio por parte de la Guardia Civil, sobre si habíamos bebido alcohol o tomado drogas ésa noche. La verdad es que tampoco me creían mucho cuando les decía que no, que éramos deportistas. Les resultaría extraño saber de dos jóvenes que su afán noctámbulo era más bien coloquial y comunicativo, que de otros excesos.
Otro recuerdo que tengo, es de cuando acudo, junto a mi hermano Tomás, al lugar donde tenían el coche, hecho un amasijo de hierros. ¡Qué impresión me produjo!. Cada vez que imaginaba su cuerpo dentro de aquella chatarra en la que se había convertido su coche, me producía un dolor que no sabría describirlo. Y ése dolor me acompaña toda mi vida. Tenía que apartar la vista de aquél horror. Sabía que aquellos rastros de sangre eran de mi leal amigo. Algo moría dentro de mí también.
En el vehículo comprobé que, en el momento de su muerte, iba escuchando un cassette que le había grabado yo (estaba introducido en el radio casette y no había saltado). Me llevé de allí su kimono de aikido, que conservé 15 años, hasta hace sólo 4 años, cuando vine a Zaragoza, para iniciar una nueva vida, y quise dejar atrás cosas dolorosas y pasar página de éste y otros acontecimientos.
En un momento dado, desde el mismo día del accidente, empecé a ser consciente de cuál había sido el error ésa noche. ¡No lo había tenido que dejar sólo !. Cuando empezaron las especulaciones o teorías sobre la causa del accidente, se barajaba la posibilidad de que se hubiera dormido, pues no había otro motivo aparente para que Jose desviara ligeramente su trayectoria hacia el sentido contrario, produciendo el choque frontal con el otro vehículo. Yo mismo acudí al lugar, junto a mi hermano, intentando explicarme los motivos.
Así que más profundamente fue calando en mí la idea de que, efectivamente, se hubiese dormido. Además recordé que en cierto momento de la noche, él había cerrado un segundo los ojos mientras conducía, como si estuviera cansado o se durmiera. Pero como íbamos hablando, enseguida se recobró y no se lo volví a notar en toda la noche. Sabía que, a causa de la situación en casa, no estaba durmiendo ni descansando lo necesario, y pasaba muchas horas fuera de casa, para evitar enfrentamientos con su mujer. Además su madre me comentó que alguna vez iba a su casa a dormir. De ahí su ansia por encontrar piso, para no seguir escondiendo ésa situación. Pero no le dió tiempo.
¡¿Por qué le dejé sólo?! Estoy convencido que si le hubiera acompañado, nada hubiera pasado. Si hubiera ido con él, hubiéramos ido hablando, y no se hubiera dormido. Hay quien me dice que no era mi destino, que, tal vez, incluso hubiera perecido yo. Yo no lo creo. El destino se torció por un acto mío. Lo normal hubiera sido que estuviéramos juntos, como cada sábado. Yo modifiqué el destino al salir de la ecuación y dejarlo sólo.
Sólo yo, soy responsable de lo sucedido. Había observado algún síntoma de somnolencia y le dejé sólo. ¿Puedo considerarme amigo después de ésto?. Le fallé en una etapa crucial, sabiendo de su estado físico y emocional. Cada día, cada año me lo recuerda mi Conciencia. A ella no puedo engañar.
Ni siquiera las lágrimas han hecho que pueda cerrar las heridas. Ni siquiera el tiempo ha hecho que disminuya mi dolor. Por eso necesitaba expiar mi culpa, soltando al exterior mi pena. Aunque las lágrimas vuelven, sé que acepto mi pecado. No pretendo borrarlo. Viviré con ello.
He tratado de vivir guiado por el amor, como tantas veces hablé con él, he intentado aprovechar cada día, cada momento, pues la vida es efímera y corta, le he mantenido vivo en mi mente y mi corazón, y por supuesto, he procurado que su sonrisa, su alegre visión de la vida, acompañe e ilumine mis días.
Tan sólo, Jose, espero que, estés donde estés, me hayas perdonado. Yo aún no lo he hecho.